1.3.- Causas de las crisis económicas – Apartado 3 – Capítulo 1 – CRISIS ECONÓMICAS Y FINANCIERAS. CAUSAS PROFUNDAS Y SOLUCIONES

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1.3.- Causas de las crisis económicas

          Insistiendo y concretando más sobre todo lo anterior  puede ser un buen momento para reflexionar sobre las causas de las crisis económicas que hemos padecido, y sobre los remedios a poner en marcha, para que, si finalmente se va levantando el vuelo se haga de forma sólida y continuada.

          Como también se ha indicado antes, la actividad económica, como la conducta humana, es paradójica y está repleta de efectos secundarios y terciarios no   queridos e imprevistos que se revuelven contra quien los causó produciendo un efecto boomerang que deja boquiabiertos a quienes confiaban torpemente en soluciones fáciles que contentan a todos. Uno de esos efectos paradójicos, significativamente extendido y altamente perjudicial, es el efecto expulsión de la inversión productiva generadora de empleo. Cuando, sin esclarecer las causas profundas de una mala situación económica, unos pocos llamados expertos en este o aquel país, deslumbrados por el éxito político de sus ideas y con empalago de poder, creen saber cómo llevar al pueblo ignorante al nuevo paraíso terrenal económico, se puede caer en un embrollo y en un círculo vicioso de difícil reconversión.

          Un ejemplo típico es el laberinto sin casi salida de la política económica española de la anterior época socialista en la época de Felipe González. Con su pérdida del gobierno en Mayo de 1996 proliferaron los análisis que hacían balance de una época. Veamos a modo de resumen  una versión particular: Puesto que la producción nacional estaba atascada entonces respecto a sus pretensiones ambiciosas y el empleo se encontraba bajo mínimos, el Estado salvador venía  en nuestra ayuda y azuzaba el gasto público en bienes y servicios: se incrementaba el número de funcionarios para, “lógicamente”, disminuir el paro e incluso convendría subirles agradablemente el sueldo porque ello incentivaría el consumo; pero, sobre todo, se pusieron en marcha grandes proyectos públicos de inversión y de boato interesado que acelerarían el crecimiento del PIB público y disminuiría el paro estructural. El multiplicador aliado del Estado redentor haría el resto. Su soplo benefactor impulsaba el PIB por toda la geografía nacional multiplicando su valor dos o tres veces el valor de G (G es la letra mágica que representa el Gasto Público); y los nuevos contratos de trabajadores se sucederían con un frenesí desbordante. Pronto se alcanzaría a la locomotora alemana, nuestro nivel de vida interior se podría codear con los siete grandes e incluso les miraríamos por encima del hombro. La alegría fácil e ignorante se desbordaba. Así pensaban.

          Pero más tarde o más pronto llega el tío Paco con las rebajas. La economía humana tiene sus reglas naturales intertemporales y supranacionales que acaban por imponerse con cabezonería sin igual. Todos los juegos malabares de artificio que presuntuosamente pretendían construir nuestra ciudad encantada se fundamentaban en la trasgresión de una de esas reglas naturales cuyo respeto deberíamos rescatar: el mantenimiento básico del equilibrio presupuestario ya citado. Cuando esa igualdad de ingresos y gastos se rompe por el lado malo, por la vertiente del déficit, el círculo vicioso con sus efectos perversos empieza a actuar. El gasto forzado provoca inflación. El déficit incrementa la Deuda y esos desequilibrios negativos continuados aumentan esa deuda continuadamente. Hay que financiarla. El ahorro interior no puede sólo y se necesita atraer capitales, por lo que para conseguirlo necesitamos subir los tipos de interés tratando de evitar a su vez el galope de la inflación. Juan Velarde, divulgando una conferencia de José Barea en septiembre de 1993 a la que asistí, lo explicaba así: los altos tipos de interés aumentan, por un lado el gasto público y, por otro, encarecen de tal modo los costos financieros que disuaden la acción del sector privado, dentro del llamado “efecto expulsión. El tejido empresarial resulta destruido en buena parte. El paro se incrementa. Para no provocar un conflicto social gravísimo, se acude al gasto público como alivio. Se contratan más funcionarios; el PER se encarece; las jubilaciones crecen, y así sucesivamente. Se espera el alivio del Estado del Bienestar, pero como la crisis es fuerte las recaudaciones de cotizaciones e impuestos se derrumban. El déficit del sector público aumenta de nuevo. Como si fuese de cuchillos y navajas, la rueda diabólica continúa su girar incansable y destructor de nuestra economía[1]. El boomerang golpea repetidamente a quienes lo lanzaron con presunción desbordante. Se pretendía ayudar a los más débiles y son ellos los más perjudicados.

              Los comentarios críticos sobre los problemas que traen consigo esas tendencias de la política fiscal española volcadas sobre el gasto se han repetido hasta la saciedad desde distintos foros personales e institucionales, tanto  nacionales como internacionales. Los déficits públicos persistentes acaban por generar inflación y con ella toda la retahíla de perjuicios generalizados: en la competitividad de las exportaciones, en el ahorro, en los perceptores de rentas nominalmente fijas o con baja flexibilidad al alza, en la toma de decisiones económicas estables a medio y largo plazo, en la estabilidad del valor del dinero (requisito imprescindible en una economía moderna si quiere alcanzar mayores cotas de desarrollo), en la necesidad de mantener altos tipos de interés para financiar una Deuda cada vez más abultada,… etc. Esos déficits obligan al Estado a presionar sobre el ahorro privado. También el sector privado es demandante de este ahorro, pero la oferta más tentadora del Estado, siguiendo  los ratios de  seguridad-riesgo-rendimiento acaban por desplazar al sector privado, con lo que resulta difícil negar su influencia decisiva sobre el efecto expulsión de la inversión. El peso de la corrección de la inflación se hizo recaer exclusivamente sobre la política monetaria elevando los tipos de interés. Se intentó también acudir a la política de rentas pero con escaso éxito. En cualquier caso el recurso al ajuste de la política fiscal  fue renovadamente despreciado. Ello dio lugar a otra secuela de efectos: incremento de costes financieros para las empresas, con su negativa influencia sobre la inversión y, consecuentemente, sobre el nivel de ocupación (el gran drama ya entonces de la economía española).

          El elevado gasto público, por lo tanto, en clara sintonía con la ideología socialista que  gobernó entonces  y que desde marzo de 2004 sigue gobernando hoy aún con más  ceguera económica y con insistencia testaruda en el error, es la causa fundamental del mal trago económico que, durante lustros, se tuvo que pasar, y  ahora se sigue pasando con mucho más dramatismo. Para atender ese exagerado protagonismo público se precisaba, correlativamente, ingresar cantidades superiores en las arcas del Estado y tratar de recaudar al alza utilizando todo tipo de procedimientos al alcance de los ministros de turno. La presión fiscal sobre las empresas y los particulares creció hasta tasas no razonables ejerciendo un efecto expulsión de la actividad formal que se refugiaba en la economía informal o en las templadas aguas del ocio y la pasividad ramplona. Ese efecto expulsión de las actividades emprendedoras traía como consecuencia menor inversión creadora de riqueza futura y, a la postre, menor recaudación por la falta de dinamismo económico.

          Pese a la glotonería recaudatoria para atender las cada vez más amplias necesidades del dispendio público, los ingresos no nivelaban los gastos, y el déficit público reiteraba su aparición año tras año, y de forma creciente. La Deuda Pública se iba incrementando peligrosamente, así como su carga de intereses, hasta que se llegó a la triste situación en que era superior al 60% del PIB dejando de cumplir el único objetivo que cumplíamos unos años antes  para la convergencia hacia la Unión Monetaria Europea. La necesidad de financiación del déficit creaba problemas sobre los mercados financieros,  sobre los tipos de interés y sobre el tipo de cambio de la peseta entonces. La necesidad de mantener altos tipos de interés para atraer capital extranjero incrementaba las cargas financieras sobre los proyectos de inversión real y  desplazaba y agostaba la iniciativa privada. La obcecación en esta política hizo que se mantuviera artificialmente alto el tipo de cambio de la peseta perjudicando nuestro dinamismo exportador y facilitando las importaciones que sólo generaban empleo en el exterior. El déficit exterior empezaba a pesar como una losa. Consecuencia de todo ello, unido a la rigidez de nuestro mercado laboral, fue el triste record de paro y desempleo en nuestro país. Junto al paro laboral hay que tener en cuenta, ligado a él, el paro empresarial y la huída de capitales desde proyectos empresariales reales hacia las actividades especulativas o hacia los refugios de simple aseguramiento de rentabilidades financieras sin apenas riesgo. Las cuantías de las suspensiones de pago empresariales crecieron más del 1500% en 1992 y las quiebras más del 1200%. En 1993  y 1994 seguían aumentando. La política monetaria no tuvo más remedio que adoptar en los años posteriores un tono marcadamente restrictivo para compensar en parte la influencia expansiva de la política presupuestaria; la economía española había pasado de ser depositaria de la confianza de los principales inversores del mundo a suscitar toda clase de recelos dentro y fuera; la gravedad de la crisis era superior a lo que revelaban las estadísticas oficiales (se quedaron cortos) y, en fin, que el gran perdedor estaba siendo el empleo.

          En 1992, en Suecia por ejemplo, tras quince años de gobierno socialista en democracia, la situación con la que se encontraron los nuevos gobernantes tenía un gran paralelismo económico y social con la situación española después de trece años de socialismo. Los impuestos absorbían cerca de las dos terceras partes del PIB y un empleado medio o un obrero industrial cualificado entregaban más del 50 por ciento de su sueldo al fisco. El enorme acaparamiento por parte del Estado de la vida ciudadana era tal que ese ente de razón estatal intentaba organizar y velar por todos desde su nacimiento hasta su muerte tratando de construir, planificadamente, un nuevo paraíso terrenal artificial. Aunque los servicios sociales se habían universalizado, ello no se traducía en su mejora y eficacia. Las listas de espera semestrales en hospitales, por ejemplo, también empezaban a generalizarse. Como explicaba después la comisión Lindbeck, el Estado había asumido en la etapa anterior numerosas tareas que era incapaz de realizar convenientemente y había descuidado aquellas que deben ser el núcleo central de su actuación. Los grupos de interés ejercían un control sobre los mecanismos de decisión que se traducía en un crecimiento del Gasto Público en su favor, a costa de los intereses generales a los que decían servir. Tantas décadas intentando implantar el Estado Protector y el Estado del Bienestar habían desembocado en un hartazgo estatista en la ciudadanía y en la extensión de un “Estado de Malestar” generalizado. La pasividad subvencionada había llevado a importantes incrementos en la Deuda Nacional y sólo producía tipos de interés más altos, inflación y paro. Suecia se había situado, pese a su tradición de excelencia tecnológica, en la vía oscura y farragosa del declive económico. Más tarde renació con políticas de corte liberal.

           Mas que la necesidad de financiación urgente nos debía preocupar, también en España, el conformismo, pasotismo, pasividad y cierto atontamiento que se produce en los ciudadanos subvencionados; así como la frenética carrera de las empresas y los particulares hacia la búsqueda de esas financiaciones, subvenciones y prebendas de la Administración Central, Autonómica y Municipal. Cada vez eran más importantes también entonces los departamentos de las empresas encargados de buscar y rebuscar esos privilegios drenando recursos materiales y humanos hacia la creación de valor añadido en sus bienes y servicios. Cuando no se puede medrar por sí mismo se necesita acudir a servicios exteriores de empresas especializadas en esas tareas que proliferaban por doquier. Los más perjudicados en estos casos eran todos aquellos que pretendían y pretenden aún hoy a pesar de la dramática crisis actuar en competencia leal en los mercados y que les resultaba prácticamente imposible transitar por esos vericuetos legales. Las pequeñas y medianas empresas tienen una notable desventaja comparativa respecto a las grandes organizaciones produciéndose un efecto regresivo y barreras de entrada a los distintos mercados.

         Ese espíritu pasivo, que lleva a trabajar menos y peor, se manifestaba  y manifiesta hoy también en aspectos inmateriales de difícil cuantificación tales como 1) La falta de confianza y 2) el vacío de espíritu crítico en muchos estratos de la sociedad que dependen directamente de ese Estado Protector. El diccionario de la Real Academia define la palabra confianza como la esperanza firme que se tiene en una persona o cosa; y en su segunda acepción aparece como ánimo, aliento y vigor para obrar. Cuando por un motivo u otro se deteriora o imposibilita la confianza es muy difícil que se desarrollen con efectividad los negocios. El sistema económico en general y los mercados financieros en particular corren peligro si se extiende un sentimiento de desconfianza fruto de la corrupción. En este campo se juegan su supervivencia, estabilidad y crecimiento innovador de cara al futuro. De la misma forma que los altos tipos de interés dan lugar a un “efecto expulsión” de la inversión, las actuaciones moralmente reprobables producen un “efecto expulsión” de los negocios. La corrupción económica y financiera generan además un proceso de huida de la economía formal para refugiarse en la informal y en el motivo precaución. También puede estimularse, dada la libertad de capitales, el autoexilio de esos capitales buscando ecosistemas financieros y fiscales mas solventes y saludables. El mal comportamiento ético genera desconfianza y, si se convierte en norma, aparece como un elemento de disfunción de todo el sistema. Los hábitos operativos negativos generan una espiral negativa de ineficacia, desorden y caos. Para que la inversión española y extranjera no nos abandone aún más y aterrice de nuevo en nuestro territorio se precisa un “climax” ético, sociopolítico y económico favorable. Igual  que las instituciones y los colectivos no tienen ética en sentido estricto, tampoco la corrupción pertenece, estrictamente hablando, a siglas y colectivos sino que tienen su origen en el mal hacer personal de cada cual. Muchas veces las siglas, marcas y colectivos son como disfraces que hacen diluir responsabilidades que quedan escondidas en la institución. Además esas actitudes éticas personales se institucionalizan en dichos colectivos por lo que también se produce una corrupción institucional.

[1] Velarde, Juan, Los años perdidos (Madrid: Ediciones Eilea, 1996), p. 221

 

CRISIS ECONÓMICAS Y FINANCIERAS.  CAUSAS PROFUNDAS Y SOLUCIONES

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 INTRODUCCIÓN 

CAPÍTULO I 

APARTADO 1 Economía Política 

APARTADO 2 – El retorno a las políticas microeconómicas 

APARTADO 3 -Causas de las crisis económicas 

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